En el horizonte brillan las luces de Nazaret y los cuatro barrios circundantes. Todo el valle de Galilea está ahora inundado por las estrellas.
No hay rastros de guerra aunque se ven algunos soldados sueltos armados a la funerala, ni tampoco huele la ciudad a la carne quemada de los sacrificios al Dios que los protege. Pero se siente el orgullo de esta gente, que no solo cree con ahínco pertenecer al pueblo elegido por el único Dios, sino que incluso hubo uno de ellos, que llegó a convencer a medio mundo de que era el mismo Dios, y se paseaba por éstas tierras que yo ahora profano con mi presencia impía.
Vivo cerca de lo que fue Magdala, ciudad de la prostituta más famosa del mundo, con el mismo nombre que todas, María y el apellido judío de la ciudad donde vivía. María Magdalena. Pero ahora solo quedan unas ruinas de cierto valor arqueológico, de lo que fue en otros tiempos una gran ciudad con tres barrios pesqueros y tiendas de lana teñida. Desde ahí se ve el resplandor azul de un mar de agua dulce, el mar de Galilea y unos letreros indican la hermosa ciudad de Tiberias, con esas letras hebreas que parecen bailar diferentes y milenarias dispuestas a juntarse en palabras y sentencias como las que escribieron el mayor bestseller del mundo,La Biblia, la Torá.
Tiberias resplandece segura y limpia. Aún quedan los vestigios de fortalezas romanas y fenicias.
Descendiendo por la orilla del Jordán en el sentido de sus aguas intermitentes que de pronto, desaparecen para volver a surgir entre las arenas; se llega a la falda del monte Sión, sobre el que emergen las murallas doradas de Jerusalem.
La Ciudad Santa impone su autoridad sobrecogedora desde lo alto y la penitencia de la ascensión atravesando el enjambre de casas blancas que se desparraman por la ladera del monte.
A la entrada por cualquiera de las ocho puertas de la muralla se recibe el persistente martilleo de los orfebres que engastan piedras preciosas en piezas de oro y plata. En su música como en su silencio se percibe algo espiritual por encima de lo que se ve, lo que se siente en Jerusalem.
Por la puerta de Las Flores se accede a los mercados de la Ciudad Vieja, inundados por el aroma de las especias y las frutas de frescos colores.
En la salida del este, los caminos bordeados de retama, son aún de una tierra oscura entre los fértiles campos de labranza que se pierden entre los olivos de un cerro, como la paz de un oasis, rodeado por la violencia de un desierto inmenso.
Se ve un rebaño de ovejas pardas del color de la tierra, como si nada hubiese cambiado desde que se escribieron los primeros salmos de la Biblia. El rebaño inmóvil se confunde con las piedras y el pastor de éstas rocas, podría ser Dios o el Diablo, porque hay algo sobrenatural en el paisaje que pronto se convierte en abruptas colinas de arena, que descienden hacia el Mar Muerto.
Dividido en dos grandes lagunas, aparece el Mar Muerto. No hay oleaje, desde la orilla parece inmenso, incluso se diría que las montañas flotan en su superficie, por el gran contenido de sal y minerales que hacen el agua densa y pesada. A más de 400 metros bajo el nivel del mar, es el punto más bajo de la Tierra. Nadie puede resistirse a la experiencia única de introducir su cuerpo en éstas aguas pesadas y sentir, que por muchos esfuerzos que se hagan, los pies no tocan el fondo. Un mar impenetrable como la muerte, transparente y sin vida, sin peces ni algas; solo agua que deja ver un fondo arenoso en la orilla y se divide en dos mares, como enormes gotas de mercurio.
Una columna de sal, que bien pudiera ser la esposa de Lot, erosionada por el tiempo, parece despedirse del fantasma de la ciudad de Sodoma.
Entre los dos piélagos, sobre una roca de sílice, aparecen las milenarias ruinas de Masada, una antigua ciudad amurallada sobre la cresta inexpugnable de una gran montaña. Se ven bajar a las gentes que regresan de su visita a las piedras, por el camino de La Serpiente, una sinuosa rampa construida por los romanos, contemporáneos de Cristo, después de un prolongado sitio, con el objeto de destruir la ciudad rebelde a Roma.
Cruzando el inmenso desierto de Négev hacia el sur, se ven algunos beduinos que han plantado sus jaimas a la vera del camino, y los camellos descansan arrodillados. Cortando el horizonte, se alza majestuosa la cordillera jordana, en un encaje magnífico de roca roja que se rinde a los pies de Aqaba, donde los palestinos jordanos ondean su bandera.
Frente a las montañas que mueren en el Mar Rojo, en el extremo sur de Israel, se extiende el oasis de Eilat, ahora una ciudad floreciente por el turismo y su estratégico puerto, que como un soplo de vida, refresca los ardientes calores del desierto.
Desde éste punto del mundo, lugar geométrico de las civilizaciones, a la vista de la península de Arabia y las ciudades egipcias del Sinaí, comienzo el retorno al tiempo presente.