jueves, 24 de julio de 2014

Igualados (II)

Martín terminó la última página y cerró el libro de Jorge Villalmanzo, cuando el tren se detuvo en la frontera ucraniana. Aún estaba fascinado por lo que acababa de leer, por el ingenuo optimismo literario del autor de "Un japonés en mi interior", cuando irrumpió la voz de metal en los altavoces que conminaba a todos los pasajeros a abandonar los vagones y que dejaran todo el equipaje dentro para la inspección aduanera. Martín obedeció, pero se resistió a abandonar su violín y se puso a la cola del pasaje que se movía lentamente hacia las dependencias de la inmigración.
De nada sirvieron sus protestas cuando le arrebataron el violín en el registro, y un conato de rebelión por parte de los viajeros fue silenciado por una ráfaga de fusil que dejó a un hombre tendido sobre el arcén.
Los viajeros fueron dirigidos hacia una flota de autobuses policiales con las ventanas enrejadas, donde se hacinaban como ganado porcino rumbo al matadero. La mayoría permanecía de pie, porque aunque habían sido desmontados los asientos, apenas quedaba espacio para sentarse en el suelo del autobús.
Un hombre comentó que podían haber caído cómo rehenes para un intercambio de presos de guerra, pero inmediatamente, fue rebatido por otro que pensaba en la posibilidad de que se hubiesen requisado los transportes para la contienda, porque se dirigían al suroeste bordeando la frontera con Moldavia, también hubo comentarios desesperados y otros disparatados acerca del futuro que los aguardaba. Una mujer sollozaba entre un bosque de piernas y zapatos que ya desprendían un olor asfixiante.
A medida que descendían hacia el mar Negro, la temperatura exterior se refrescaba, pero en el habitáculo hermético de los autobuses, el calor humano brillaba en los cuerpos sudorosos que poco a poco se habían despojado de sus prendas de abrigo.
En una curva cerrada los cuerpos chocaron amontonándose pegajosos y pudieron ver cómo el autobús que les precedía en el convoy, se salía de la carretera despeñándose por el barranco. El coche en el que viajaba Martín se detuvo bruscamente, y los cuerpos volvieron a enracimarse como marionetas en una caja agitada por un niño. A través de la cuadrícula de rejas de las ventanas, pudieron ver al conductor y el escolta del autobús siniestrado que subían a un coche patrulla, por lo que comprendieron con horror, que los pasajeros habían sido abandonados a su suerte antes de precipitarse al vacío.
Un hombre de nariz aguileña, barrigón y de modales bruscos como un polichinela, cayó sobre Martín cuando el vehículo arrancó de nuevo. El calor y el hedor a pocilga se hacía insoportable, porque hombres y mujeres se hacían encima sus necesidades. Alguien rompió el cristal de una ventana a cabezazos y entró una fresca brisa por el enrejado que por unos momentos alivió a la masa humana del habitáculo....

sábado, 12 de julio de 2014

Igualados (I)

La vieja estación esperaba el primer tren del día, antes del amanecer. Un desconocido dormía bajo un sombrero de fieltro a su lado, porque ya no quedaban asientos libres en la sala de espera. Martín aún mantenía los ojos abiertos a pesar del cansancio y la interminable espera por el retraso inexplicable del tren, que hacía que se amontonasen los viajeros con los que pretendían subir al siguiente expreso.
Martín vio a una anciana que trataba de sentarse en el suelo a duras penas ayudada por una mujer cargada de maletas y le cedió su asiento; la más joven, que podría ser su hija, se lo agradeció con la mirada y se sentó en el suelo al lado de su madre. Un grupo de jóvenes universitarios hablaban en voz baja apoyados en la cristalera que separaba la sala de los andenes. Las puertas automáticas permanecían abiertas debido al trasiego constante de viajeros que salían y entraban hacia las vías.
Martín avanzó entre la gente hacia el primer andén desde donde se podía respirar el aire acre de betún de la noche. Levantó la vista hacia la ranura de cielo entre las cubiertas de los andenes y vio cuatro estrellas trasnochadoras, las últimas en despedirse de la madrugada, que avanzaba inexorable.

Hacía diecisiete años que Martín no visitaba a su familia en Lviv, en el oeste de Ucrania, desde que fue a estudiar a Salzburgo, donde se graduó en el conservatorio superior y posteriormente alcanzó una plaza de violinista en la orquesta sinfónica de Innsbruck. Ahora, estaba preocupado por la guerra, cuando le avisaron de la muerte de sus padres en los primeros días de la revuelta, y decidió regresar a casa de sus abuelos, pero no encontrando un vuelo para ese día por motivos de estrategia militar, decidió viajar en tren a Budapest y desde allí tomar el interail a Lviv.
Por fin llegó silencioso el tren con destino a Budapest, desprendiendo un fuerte olor a bobinas recalentadas y una avalancha humana se lanzó hacia los vagones más próximos. Martín consiguió abrirse paso hasta su coche cama.Tenía veinticinco horas de viaje por delante y apenas había dormido la última noche en Innsbruck.
Compartía vagón con un profesor de la facultad de ingeniería de Budapest que regresaba de un congreso y con un comerciante judío que emanaba un cierto aroma a perfume barato. La litera superior estaba ocupada por un hombre que roncaba, pero Martín cayó rendido en su cama cuando la claridad de la mañana se abría paso sobre el perfil de los montes del este.
El transbordo en Hungría fue rápido a pesar de los trámites en los puestos de control de la inmigración y pronto Martín estuvo a bordo del interail que le llevaría a su tierra natal en Ucrania.
Se preguntaba cómo habría cambiado Lviv en su ausencia y qué es lo que le esperaba, cómo estarían sus abuelos después de haber perdido a su hija y su yerno en la guerra, y si le reconocerían después de tantos años...