lunes, 6 de mayo de 2013
El soldado (XI)
Agua
Después de los fusilamientos, la ciudad entera parecía sumida en una paz azul y un silencio, más propio de un cementerio, las calles estaban desiertas antes y después del toque de queda. Se podía oír el rumor del agua contra las piedras del río desde la distancia. Hasta las campanas de la catedral habían enmudecido por orden del gobierno militar.
Cuando había movimiento de tropas, eran observados por centenares de ojos tras los visillos de las ventanas y patrullaban por las calles convertidas en vertederos.
El almirante Sants y su esposa habían dejado la ciudad cuando se descubrió el cadáver de su hijo destazado como por obra de un matarife. Pero dejó la orden de fusilar a cualquier sospechoso por lo ocurrido. Así mataron al joven barbero que vino del sur y acababa de instalarse en la ciudad, a un maestro de secundaria que enseñaba historia en el instituto y a varios obreros que encontraron en el Café Lombardo jugando a las cartas. Rudy se salvó por los pelos al proporcionar cerveza y licores gratis a la soldadesca, y mantenía el bar abierto a los escasos y solitarios clientes que se acercaban.
Durante las primeras horas del día circulaba un camión del ejército escoltado por una patrulla que se detenía en los portales y en los pocos comercios abiertos que quedaban y nadie sabía qué o a quién se llevaban. Los soldados de la patrulla apartaron a unos niños que rebuscaban entre los desperdicios algo de alimento y arrojaron unas cajas de cartón al montón de basura.
Cuando la calle estuvo despejada de militares, volvieron los niños al muladar y descubrieron con alborozo las cajas repletas de comida, embutidos, quesos y golosinas, con lo que llenaron sus bolsillos porque no podían con el peso de las cajas.
Cada noche el subteniente Robert Collins, cargaba sigilosamente el camión en el economato militar, para hacer el reparto de la mañana con un pelotón de hombres de confianza a sus órdenes.
Pasó un mes entero repartiendo alimentos entre la población civil antes de ser descubierto.
Inmediatamente fue detenido, acusado de sedición y robo a las fuerzas armadas y sometido a un consejo de guerra. Quedó recluido en una celda de la comandancia, a la espera de la formalización de los trámites y de un jurista militar que llegaría de una ciudad próxima. Nunca nadie antes, vio más claro su destino.
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Jamás he vivido una guerra.Jamás querría vivirla ni que nadie a quien amase lo hiciera.
ResponderEliminarLa vivieron mis padres y el sólo hecho de contar sucesos de entonces, les provocaba un indescriptible dolor,que yo siendo una niña, advertía en mi madre, ya que mi padre prefería enmudecer.
Así me deja a mí tanto dolor:
Muda.
Besos, escritor.
Las guerras tienen estos sinsentidos porque ellas mismas son un sinsentido adobado de tristezas
ResponderEliminarBesotes
Hola, de nuevo, Spa.
ResponderEliminarBueno, ahora me quedo muda y con angustia. Has hecho una descripción perfecta de lo que debe de ser el horror de una guerra. Yo he sentido simpatía por Robert Collins; creo que es un gran tipo.
Besos.
Ya no espacio para buenos ladrones...
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