sábado, 27 de abril de 2013
El soldado (II)
Por su ascenso a suboficial, recibió cómo presente, un precioso sable de acero brillante, con sus iniciales grabadas en la empuñadura. Se acercó al espejo y se contempló con cómicos pero elegantes movimientos emulando a los húsares de las películas, pues nunca, en su formación militar, había recibido clases de esgrima.
Su labor en el ejército se limitaba a los ensayos y desfiles tocando el bombardino con la banda de música. Aunque a veces participaba con su instrumento en algún baile de gala, al que acudían los brigadier y los jefes con sus esposas, como en los cuentos.
Corrían tiempos de una paz duradera pero, fuera de la burbuja castrense, se cernía una tensión en el aire, debido a las profundas diferencias sociales que se habían ido acrecentando en los últimos tiempos.
La vida en los ambientes marciales, permanecía ajena a la realidad civil. Los militares con sus familias podían aislarse viviendo en las barriadas y residencias construidas solo para ellos. Desarrollaban sus actividades de ocio en las instalaciones deportivas o de descanso en recintos militares y podían comprar todo tipo de cosas, comida, medicamentos, ropa de todas las marcas y objetos, en los economatos y farmacias militares a unos precios muy por debajo de los que marcaba el mercado.
El nuevo suboficial Robert Collins no tenía familia. Sus padres murieron en los primeros bombardeos de la última guerra cuando trataban de alcanzar un campo de refugiados, y él recibió la noticia estando convaleciente de la operación en la que le extrajeron la metralla del vientre.
Rechazó el ofrecimiento de una habitación en la residencia de suboficiales para ir a vivir a la casa familiar, recibida en herencia, frente a la tienda de coloniales, donde recuperara los azules recuerdos de su infancia. Pero todo parecía distinto. El barrio había cambiado después de la guerra. Ya no pasaba la tartana de la lechera cada mañana y la tienda de enfrente se había transformado en una nueva mercería.
Robert nunca olvidó a María, la muchacha que despachaba en la mercería. Se apresuraba al salir del cuartel para llegar antes de que cerraran la tienda y poder acompañar a María, aún sin tiempo de cambiarse el uniforme, y daban largos paseos por la alameda que crecía profusa cerca del río.
La primera vez que la besó, ella se avergonzó de la armadura metálica que juntaba sus dientes y quiso excusarse pero no le dio tiempo, enseguida se llenó su boca con tantos besos que no llegaba a contarlos, y sintió abrirse el corazón como una esponja que se apretaba contra la botonadura dorada del soldado.
Al llegar al portal del edificio donde vivía María con su padre, ella no quiso una escena y trasladó, en la punta de sus dedos, un beso silencioso desde su boca hasta los labios del subteniente.
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Qué bonito escribes¡¡¡ Me llegan al alma tus historias, tan bien escritas y tan interesantes. Mi más sincera enhorabuena por tanto talento. Besitos alados hasta tu lejano techo.
ResponderEliminarDa comienzo una historia de las tuyas,de esas tan tuyas, donde la azarosa vida de unos protagonistas, va añadiendo matices de otros seres y lugares hasta formar un compendio de historias a la par.
ResponderEliminarMe gusta.
:)
Ya veo que sigues en plena forma.
Besos.
Que dulce encuentro....
ResponderEliminar(mejor dicho... RE-encuentro)
ResponderEliminarQué gesto tan tierno ese del beso. Define al personaje.
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