Martin ya no se preguntaba por su futuro, sino en cómo sobrevivir una noche más. Había superado la pérdida de la dignidad humana cuando, después de tan largo viaje, las tropas rusas trasladaron a los viajeros hacia unos barracones o establos donde se hacinaban como ganado. Semidesnudos, los cuerpos se apretaban unos contra otros buscando el calor en una noche gélida en algún lugar del este de Ucrania.
Había visto cosas horribles en pocos días, un hombre desfallecido o medio muerto era devorado por los perros de los guardianes. Un hombre más, que podría ser cualquiera, incluso él mismo; que podía tener familia o incluso una mujer a la que había amado y acariciado con la ternura de sus manos desmembradas por los perros. Martín miró sus propias manos de músico y movió los dedos sobre un violín imaginario.
La música lo sacó por unos minutos de su encierro, voló con el "Meuvement perpetuel" de Niccolo Paganini y sintió un escalofrío cuando la música recorrió sus entrañas.
Ahora era un trozo de carne más sobre el montón de despojos en el que se encontraba, que le igualaba a la condición de los que lo habían perdido todo, menos la vida.
Martín pensaba que estaba vivo porque vivía en el pensar. Con los ojos cerrados se olvidó de ser y de estar, ahora era otro, el que alguna vez soñó ser, inaprensible, etéreo, evanescente como la música, que se desliza en torrentes entre la penumbra hedionda del cubículo infrahumano donde su cuerpo se encontraba.
Había alcanzado un estrato superior, sobrevolando los oblícuos campos del dolor y de la muerte, cuando una intensa luz atravesó sus párpados, aún apretados, y pudo escuchar en un lenguaje familiar, las órdenes dirigidas a los viajeros que les impelían a salir a la claridad del mediodía.
No podía creer que fueran liberados, le pareció algo tan falso como los sueños, pero volvió a sentirse igualado al grupo silencioso y desfallecido que se dirigía hacia la luz exterior como un rebaño que se apresura desde la tenada hacia los pastos.
En la explanada se aparcaba un convoy de camiones militares que nadie podría decir si eran rebeldes o tropas extranjeras las que ocupaban el recinto. Los soldados repartieron la primera comida en siete días. Una cuchara a cada uno y una perola de sopa caliente donde flotaban trozos de pan desmigado, para cada ocho personas. Mientras esperaba su turno para meter la cuchara en la olla, Martín pensó en la capacidad de recuperación del ser humano. ¿Sería posible devolver la dignidad a quienes en tan breve periodo de tiempo, parecían haber perdido todo lo que de humano tuvieron?. Algunos eran incapaces de recordar su nombre, cuando los militares procedieron a la identificación de los viajeros.
Fueron separados en grupos, por su lugar de procedencia o por el destino que alegaron y conducidos a diferentes camiones del convoy.
Martín no preguntó nada y se sorprendió al comprobar que, durante todo el periplo vivido, no había establecido relación alguna con sus compañeros de viaje, con los que apenas había hablado. A medida que la vida se iba haciendo más reconocible, de vuelta a su absurda frivolidad y a sus ridículas obsesiones por el sexo o los placeres más frugales; los pasajeros iban recobrando la compostura, volvían a humanizarse cuidando las apariencias con las mantas y los uniformes que los soldados repartieron...
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